En esta época de policrisis, atravesada por múltiples tensiones e inestabilidades que se magnifican entre ellas, los derechos humanos se vuelven a poner sobre la mesa. Aunque el dogma de los derechos humanos se haya convertido en un passe-partout que invoca a la justicia global de una forma tan universal cómo frágil, su esquema nos puede ayudar a entender las crisis que vivimos, y construir claves para abordarlas.
En ocasión del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia el pasado 11 de febrero, y a los auspicios del día Internacional de la Mujer el próximo 8 de marzo, es importante recordar que la ciencia es un derecho, y que cómo todos los demás derechos humanos, es imprescindible para construir sociedades igualitarias y luchar contra las discriminaciones. La altamente citada Carta Universal de los Derechos Humanos de 1948 reclama en su Artículo 27 que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Este derecho, que fue firmemente defendido por Chile y otros países latinoamericanos en los procesos de escritura de la Carta, ha sido a menudo ignorado y relegado a un plano secundario en las esferas internacionales, como suele suceder con muchos de los otros Derechos Económicos, Sociales, y Culturales.
Este derecho resulta ahora más que nunca indispensable para resolver los problemas de una época plagada de desinformación, dónde la corriente del feminismo tiene que hacer frente a sociedades dónde los vínculos de confianza se fragmentan y debilitan crecientemente. Ya en 1995, el astrofísico y escritor Carl Sagan declaraba que “la ciencia es imprescindible para la democracia”. A su lado, su más que reconocida esposa, la bióloga Lynn Margulis, cambiaba los paradigmas de la ciencia con la teoría de la endosimbiosis, que desplazó el pensamiento darwiniano de la evolución como competición hacia una concepción del mundo de la vida como una cooperación. La contribución de Margulis es uno de los múltiples ejemplos de cómo la participación de la mujer en la ciencia es un proceso que va más allá de la producción científica, e implica beneficios para toda la sociedad y contribuye a eliminar los obstáculos estructurales que la mujer experimenta en todos los ámbitos de la vida. Margulis es de hecho una de las referentes de la feminista y bióloga Donna Haraway, cuyo Manifesto Cyborg se ha convertido en una fuente clave para el feminismo del siglo XXI. La teoría de la simbiosis de Lynn Margulis es tanto una conjetura biológica como política, que revaloriza los vínculos y la cooperación frente a la exclusión y competición.
Mientras parece evidente desde una concepción de derechos humanos que la mujer debería de poder participar a la actividad científica y acceder a los beneficios de esta actividad de forma igualitaria, la igualdad de género en el campo científico es un escenario aún lejano. De forma basilar, en España, según los Datos y Cifras del Sistema Universitario Español, la participación de mujeres en las posiciones de poder en las instituciones científicas es aún reducida. Mientras la matriculación en grados muestra una mayor presencia de mujeres (56,3%) que de hombres, estas representan un 43,3% del total de docentes, y de forma aún más contrastante, el 25,6% de los catedráticos. Estos datos simbolizan de forma evidente la persistencia de la discriminación estructural – social, económica, y política – que sufren las mujeres en la arquitectura social, que a su vez se reproduce a través de las estructuras del mundo de producción científica. Aunque a primera vista el acceso de las mujeres a la formación universitaria es igual al de los hombres, la poca representación de mujeres en las esferas más asociadas a la investigación y producción de conocimiento es doblemente síntoma y causa de una investigación científica masculinizada, insensible a la perspectiva de género, y dónde la ciencia se reproduce como actividad exclusiva y excluyente, en contraposición a la agenda de los derechos humanos. Por otro lado, persiste aún una distinción entre las disciplinas científicas entre las llamadas ciencias sociales y las ciencias naturales. Estas últimas, con una participación mucho menor de mujeres (un 25% en el estado español), son a su vez las ciencias y metodologías que cuentan con más prestigio y valor social. No por casualidad, las ciencias naturales son consideradas “ciencias duras”, mientras las ciencias sociales, más feminizadas, se han llamado “ciencias blandas”. La Ley de Ciencia, Tecnología y la Innovación de 2022 de hecho reconoce esta problemática, y pretende responder a las desigualdades de género que persisten en el estado español incorporando una perspectiva de género.
Acceder y participar en la actividad científica es clave para explorar nuestras sociedades y naturalezas, con el objetivo de construir espacios más justos y equitativos. Sin inclusividad y diversidad de género, la ciencia ignora la reflexividad y heterogeneidad inherente a la búsqueda del conocimiento, y reproduce esquemas de discriminación que van más allá de sus objetos de estudio. Resolver estas desigualdades cíclicas implica revisitar y explorar la agenda de los derechos económicos, sociales y culturales, entendiendo la importancia de derechos marginalizados como el derecho a la ciencia, y comprendiendo la interconexión y relación entre todos estos ellos.