Más de 108 millones de personas en el mundo viven forzosamente lejos de su país, según datos de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados. Huyen de conflictos armados, regímenes dictatoriales y, en ocasiones, también por la persecución que viven en sus países de origen a causa de su identidad de género u orientación sexual. Cansadas de vivir una vida que no es la suya, las personas LGTBIQ+ buscan empezar una nueva vida lejos de la violencia y la criminalización.
“Antes de venir a España, enterré a seis mujeres trans en mi país”. Es el duro testimonio de Rusly Cachina, una mujer trans de Guinea Ecuatorial que reside desde hace poco más de un año en Barcelona. Se fue de su tierra natal, la ciudad de Malabo, perseguida por su activismo trans, que había despertado el enfado de las autoridades locales. “La mía es una migración forzada. Yo no quería dejar mi país, pero me vi obligada a hacerlo. Guinea Ecuatorial no me garantizaba una vida digna”, explica.
En 2016, junto con otros miembros del colectivo, fundó la ONG Somos Parte del Mundo con el objetivo de luchar por los derechos LGTBIQ+ en Guinea Ecuatorial. Comenzaron a denunciar los abusos y persecuciones que recibe el colectivo en el país y, entonces, empezaron también las amenazas. “Me tuve que esconder de las autoridades en varias ocasiones a causa de mi activismo. Me conocían, sabían dónde encontrarme. Era una persona visible, y eso les molestaba. Mi familia empezó a sufrir por mi vida, y entonces decidí venirme a España”, relata Rusly.
Ser parte del colectivo LGTBIQ+ en Guinea Ecuatorial, y en muchos otros países del continente africano, supone un verdadero riesgo. Las personas homosexuales, bisexuales, trans e intersexuales son criminalizadas y perseguidas de forma sistemática. “En Guinea Ecuatorial sufrimos abusos, torturas y penas de prisión por el simple hecho de ser quiénes somos y con la complicidad de las autoridades del país. El hecho de salir a la calle ya puede suponer un gran riesgo, porque somos blanco de acoso, maltrato y violaciones, e incluso asesinatos”, señala Rusly.
Somos Parte del Mundo publicó en 2020 un informe en el que se describen las sucesivas vulneraciones de derechos humanos que sufre el colectivo en el país. El documento recoge testimonios y pruebas de detenciones de cuatro jóvenes acusados por ser homosexuales, y otros muchos casos de agresiones físicas con lesiones graves, así como múltiples evidencias de constantes violaciones de los derechos por parte del gobierno.
«La mía es una migración forzada. Yo no quería dejar mi país, pero Guinea Ecuatorial no me garantizaba una vida digna»
Prisión y hasta pena de muerte por ser quienes son
En muchos países africanos se produce lo que se conoce como homofobia de estado. Esta se materializa en leyes discriminatorias que directamente castigan la homosexualidad y la transexualidad. “Las personas LGTBIQ+ se encuentran en una situación de absoluta desprotección. Estas violencias y persecuciones no son denunciadas, porque son las propias autoridades las que las ejercen, y estas gozan de total impunidad”, afirma Adrián Vives, coordinador de incidencia política de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado (CCAR).
Hasta un total de 64 estados miembros de la ONU criminalizan las relaciones entre personas del mismo sexo, según el último informe de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex (ILGA). En algunos países, la homosexualidad se castiga incluso con la pena de muerte, como pasa en Mauritania, Somalia o Nigeria. En otros, como en Sudán, Uganda, Tanzania o Zambia, se aplica la cadena perpetua. Dentro del continente africano, solo en Sudáfrica se reconoce el matrimonio igualitario y existe una legislación específica contra la discriminación del colectivo.
En el caso concreto de Guinea Ecuatorial no existen leyes que prohíban expresamente la homosexualidad o la transexualidad. No obstante, las personas LGTBIQ+ y, especialmente, las personas trans, son perseguidas duramente por las autoridades. Las violaciones de los derechos humanos se han convertido en algo cotidiano y normalizado. “Las personas trans somos tratadas como delincuentes. Siempre andamos por la calle con dinero en el bolsillo, por si tenemos que sobornar a los policías para no dormir en el calabozo. Debemos saber qué zonas de la ciudad podemos frecuentar y a qué horas salir a la calle”, remarca Rusly.
Rechazo familiar y terapias de conversión
A pesar de que no fue un camino fácil, la familia de Rusly acabó aceptando su condición trans. “Mi familia lo pasó muy mal, pero al final aceptaron quien era. Eso sí, me dijeron que en casa podía ser quien quisiera, pero que fuera, en la calle, debía ser un niño para proteger mi vida”, explica.
En muchos casos, el rechazo familiar y social hace que las personas LGTBIQ+ sean sometidas a terapias de conversión. Esta es una práctica muy común en países como Guinea Ecuatorial, Tanzania, Kenia o Uganda, y ha sido denunciada por las Naciones Unidas. Con el objetivo de intentar corregir lo que es considerado como una desviación o enfermedad, las familias internan a sus hijos e hijas en iglesias o curanderías, donde sufren todo tipo de violencias, especialmente la sexual y la física, para que, según cuenta Rusly, “el espíritu que les está poseyendo salga de su cuerpo”. Otras de las prácticas empleadas es el consumo de la drogas que provocan fuertes alucinaciones y un alto número de fallecimientos.
Las familias también recurren a menudo a la maternidad o paternidad forzada como forma de “compensación”. “Nos hacen tener hijos para recompensar la decepción que les hemos causado. Por eso, a los 14 años ya nos arreglan matrimonios concertados, porque consideran que vamos a terminar con el linaje familiar”, cuenta Rusly.
Este abandono familiar, y también institucional, hace que muchas personas, en ocasiones menores de edad, acaben viviendo en la calle en situaciones de grave exclusión social. Es en ese momento, cuando la persona se encuentra en una situación de gran vulnerabilidad, en el que entran en juego las redes de trata. “Mediante el engaño y aprovechándose de la completa ausencia de apoyo a nivel familiar y social, muchas personas LGTBIQ+ son captadas por redes de trata de personas para ser obligadas a trabajar en la prostitución o con fines de explotación laboral”, constata Adrián Vives.
La discriminación continúa en el país de acogida
Ante las violencias de todo tipo a las que están expuestas en sus países, muchas personas LGTBIQ+ no tienen más remedio que buscar protección en otro lugar. El derecho internacional establece que cualquier persona que huya de la persecución por su orientación sexual, identidad de género o por sus características sexuales puede ser considerada refugiada y, por lo tanto, tiene derecho al asilo en otro país. Sin embargo, en la práctica no es tan sencillo. “Hace más de un año que estoy viviendo en Barcelona, y todavía no he conseguido terminar el proceso de asilo. El sistema es torturador y lento, y esto no ayuda a una misma a organizar su vida”, dice Rusly, que ha tenido que trabajar de manera ilegal durante este tiempo para poder mantenerse.
Desde la CCAR también denuncian estas trabas en el proceso de solicitud de asilo internacional. “A menudo, en las entrevistas para solicitar el asilo, se alega una falta de credibilidad en el relato de la persona. Se presupone que la persona no pertenece al colectivo y que está engañando a las autoridades para que se le reconozca la protección internacional. Por eso se les pide demostrar con pruebas su orientación sexual o identidad de género, algo que es muy difícil de demostrar”, señala Vives.
Según el coordinador de incidencia política de la CCAR, se producen muchas dificultades a la hora de obtener el asilo si en el país de origen no existe una discriminación o persecución expresa, estipulada por ley, contra el colectivo LGTBIQ+, pese a que pueda producirse una fuerte discriminación social.
«Aquí soy una chica trans, migrante y negra, y esto me ha puesto muchísimas barreras»
A las dificultades administrativas del proceso de asilo se suma el hecho que en los países de acogida las personas también pueden enfrentarse al estigma y la discriminación. “Aquí soy una chica trans, migrante y negra, y esto me ha puesto muchísimas barreras”, cuenta Rusly. Barreras, dice, también laborales. “La inserción laboral de las personas trans es muy complicada. No somos demandadas dentro del mercado laboral y solo encontramos trabajos precarios a jornada parcial. Nos quieren tan solo en las cocinas, las peluquerías o en la prostitución”, sostiene.
Conseguir la vida soñada en el país de acogida es una tarea difícil. Las expectativas muchas veces no acaban de cumplirse, y estar lejos de la familia y las amistades no ayuda a hacer el camino más fácil. “Aquí existo, pero no tengo vida. Mucha gente cree que la seguridad que tenemos aquí lo es todo. Es cierto que sí que tenemos seguridad y derechos que antes no teníamos, pero también sufrimos discriminación”, apunta Rusly. “A todo ello se le suma la sensación de estar perdiéndome muchas cosas: la vejez de mis padres, mi sobrino, mi hermano gemelo…”, añade.
A Rusly le gustaría volver a Guinea Ecuatorial dentro de pocos años, siempre que la situación lo permitiera. “Podemos hacer mucho trabajo de sensibilización social, pero si las instituciones no nos permiten existir, es muy difícil salir adelante. Estamos atadas de pies y manos”, explica.