Este reportaje habla de contenido sensible. Si tienes ideaciones suicidas, recuerda que dispones de ayuda las 24h del día: 024 (Línea de atención a la conducta suicida) / +34 900 92 55 55 (Teléfono de Prevención del Suicidio). Si estás en un proceso de duelo por suicidio, también dispones de apoyo: +34 662 545 199 (Después del Suicidio – Asociación de Supervivientes)
La Real Academia Española es una institución que cataloga el lenguaje, describe los significados de las palabras y en general, está atenta a los cambios que la misma lengua pueda experimentar. Es entonces una entidad que tiene el poder de sentar cátedra sobre algo tan importante como aquello que utilizamos para expresarnos, comunicarnos y definir las cosas, es decir, darles una forma de existencia. Según la RAE, la palabra prevención tiene las siguientes acepciones:
Prevención
Del lat. praeventio, -ōnis.
- f. Acción y efecto de prevenir.
- f. Preparación y disposición que se hace anticipadamente para evitar un riesgo o ejecutar algo.
Sin embargo, al buscar el concepto posvención, la RAE da la siguiente información:
Aviso: La palabra posvención no está en el Diccionario.
Como decía el antropólogo Lluis Duch, “empalabrar el mundo es nuestra condición”. Y por eso, aunque la palabra posvención no tenga reconocimiento institucional, existe, porque la posvención existe. ¿Qué pasa después de la prevención?
Amapola es una joven que, en plena pandemia, tuvo que iniciar su proceso de duelo por la muerte por suicidio de su hermana a finales de noviembre de 2019. Hace divulgación por Instagram (@asi_canta_el_amaranto) dónde da a conocer el concepto, y a través de su propia historia contribuye a que los supervivientes (personas cercanas al ser querido fallecido) puedan encontrar redes de apoyo y entendimiento. “La posvención, en términos sencillos, es la prevención que se realiza en personas afectadas por una muerte por suicidio. Consiste en actividades terapéuticas, organizacionales y a nivel educativo con el objetivo de disminuir las consecuencias negativas de una muerte por suicidio (estrés emocional, sintomatología asociada a trauma, depresión, etc), bajar el riesgo de muerte de los denominados ‘supervivientes’ y permitir una elaboración sana del proceso de duelo”, explica Amapola. Sobre los supervivientes, la joven destaca que este concepto involucra no solo a familiares o cercanos que hayan perdido a un ser querido, sino a todos quienes se sientan impactados negativamente por el deceso, y añade que algunas investigaciones sugieren que por cada suicidio hay alrededor de 135 sobrevivientes que sufrirán esa pérdida.
Atención y contención
La Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicido y Familiares y Allegados en Duelo por Suicidio (RedAIPIS-FAeDS) es una organización que además de ofrecer apoyo a supervivientes, imparte actividades de sensibilización para que docentes, padres y adolescentes aprendan a detectar señales de alerta vinculadas a posibles conductas suicidas. Javier Jiménez es psicólogo miembro fundador de la asociación, y lleva tres décadas tratando con este tipo de casos.
“Hay muchos casos distintos, pero el más extremo de todos es cuando la propia persona del entorno se suicida después del suicidio de su ser querido”, dice el profesional. Y es que como puntualiza Amapola, los supervivientes ven incrementada sus posibilidades de morir también por suicidio, constituyendo un grupo vulnerable que requiere atención y contención. Según Jiménez, la ideación suicida en una persona que ha pasado por el suicidio de alguien cercano se multiplica, otra cosa es que llegue a realizarse. Pero la ideación está ahí en muchos casos, especialmente cuando se trata de padres que han perdido un hijo por suicidio, y más en concreto, si era hijo único. Otro caso recurrente serían los cónyuges que han perdido la pareja. “Lo primero para ayudar a un superviviente, es ver cuáles son sus principales sentimientos y emociones. Aunque cada uno pueda experimentarlo de maneras distintas, el más recurrente y común entre estas personas es la culpa”, apunta el psicólogo, que menciona como punto de valor el hecho de que hoy día en España haya más de 20 Asociaciones de Supervivientes donde buscar ayuda.
En la misma línea se pronuncia Carles Alastuey, psicopedagogo y vicepresidente de la asociación “Después del Suicidio – Asociación de Supervivientes” (DSAS). La organización catalana fue pionera en el Estado en cuánto a erigirse como un canal de ayuda para los supervivientes y una oportunidad de escucha y de generar red de apoyo, y es que la misión de DSAS se centra en, además de ofrecer divulgación y acogida a afectados, generar grupos de apoyo entre los mismos: “El trabajo que hacemos en la entidad es un trabajo entre iguales, que, si bien son personas que a priori no se conocen, tienen esa solidaridad de haber pasado por algo parecido”. Coincide en señalar la culpa como elemento recurrente entre los supervivientes: “la culpabilidad, el enfado, la no comprensión, la desesperación absoluta son de los sentimientos más habituales y además tienden a prolongarse durante mucho tiempo”.
Explica que el procedimiento de trabajo en DSAS es primero de todo, autorizar la expresión de sentimientos que causan tanta perturbación porque son considerados negativos: “estamos dolidos con esa persona porque nos ha abandonado, lo ha hecho de ese modo, estamos enfadados, estamos tristes porque pensamos que no supimos ver, interpretar o ayudar a esa persona. Estamos en un dolor muy intenso porque en el caso de una muerte de este tipo, suele ser en situaciones muy violentas, muy traumáticas. La gente no se quita la vida con facilidad. Todo eso envuelve a la muerte por suicidio de una experiencia traumática que los profesionales han comparado con la experiencia de un campo de concentración, con una guerra”.
Matar a Werther
Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar más. Y, al día siguiente, abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y siento de nuevo el peso de mi miseria.
En 1774, Johann Wolfgang von Goethe publicaba el que sería su gran éxito, la novela “Las penas del joven Werther”. En la obra epistolar se puede ver como Werther expresa de manera más explícita cada vez su falta de anhelo por la vida. Está enamorado de Lotte, una joven comprometida. El libro termina con el suicidio del protagonista. La magnitud de esta novela generó una moda en la que los jóvenes vestían como el personaje, e incluso hubo una oleada de suicidios. Estos hechos llevaron a que doscientos años después, en 1974, el sociólogo David Phillips, bautizara como “efecto Werther” a ese fenómeno de imitación, fomentando la creencia de que hablar del suicidio conducía al aumento de suicidios. Años después, se ha considerado que esto sucede cuando desde los medios de comunicación, la opinión pública y los productos culturales se habla del suicidio de forma irresponsable, sensacionalista, morbosa, incluso romantizada, y sin ninguna pretensión de cuidar la salud mental de la población o ofrecer recursos a quiénes están en una situación vulnerable.
Hablar de suicidio, hablarlo en condiciones, puede prevenirlo. Si bien tenemos la teoría del “efecto Werther”, tenemos también la teoría del “efecto Papageno” —que toma nombre del personaje hombre-pájaro que simboliza la lucha entre los poderes de la luz y las tinieblas en la opereta “La Flauta Mágica”, de Mozart—. Amapola lo define del siguiente modo: “este efecto se basa en que, en los medios de comunicación, las noticias o reportajes asociados a la salud mental y la problemática del suicidio, sean comunicados de forma segura y con un efecto preventivo”. Cita ejemplos como advertir en las noticias públicas que detallan una muerte por suicidio que el contenido que se va a tratar es sensible, para que así las personas puedan decidir si verlo en ese momento o hacerlo cuando se sientan más seguras.
Respecto a la sensibilización mediática y social, explica que es importante “cuidar el lenguaje que usamos y no reducir el suicidio a una sola causa. Debemos recordar que es un fenómeno multicausal donde se entrecruzan factores genéticos, sociales, familiares y culturales, y que el punto central está con el de acabar con un sufrimiento indescriptible. Por ende, evitar usar etiquetas como ‘valiente’ o ‘cobarde’, o decir que la persona cometió un pecado o asumir que no pensó en los demás al momento de concretar el acto. Los juicios de valor sólo generan más dolor”.
Alastuey, vicepresidente de la DSAS, sobre Werther y Papageno incide en que ahora sabemos que el silencio no es lo correcto: “existe el efecto imitación, pero no si se informa de una manera pedagógica y se sitúa en un mismo plano de una problemática de salud. Es crucial al mismo tiempo de informar, ofrecer recursos”. Además de ello, expresa como el enfoque y el tratamiento mediático muchas veces se va a la superficialidad de la problemática: “lo más importante respecto a la conducta suicida es comprender que es multifactorial y los medios tienden a una gran simplificación (por ignorancia) a asociarla a un fenómeno concreto. Por ejemplo, el económico, ‘se suicida porque le desahucian’. Es verdad que hay fenómenos sociales y económicos que pueden ser un elemento que dispara la conducta, pero en ningún caso la explica”.
Más allá de los muros del camposanto
“Desde hace 1500 años, la iglesia o lo que podría denominarse el Estado, castigaba duramente tanto a la persona que se ha suicidado como a los familiares. Desde hace solo treinta y nueve años se considera que la persona que se ha suicidado padecía un problema psicológico, un trastorno mental. Y la patología mental está también muy estigmatizada”. Javier Jiménez tiene claros algunos de los principales satélites que giran en torno a los supervivientes: culpa, tabú y silencio. “Una de las principales cosas que el profesional debe intentar es desbaratarle la culpa al afectado, la culpa no es racional. La culpa puede ser por acción o por omisión: ‘si hubiera hecho/dicho esto quizás…’, o ‘si no hubiera hecho esto quizás…’. En muchos casos los supervivientes se quedan con lo último que han hecho. Tú tienes que hacerles ver que han apoyado a esa persona, que han estado pendientes, que se han preocupado”
Para Amapola, la culpa es el preludio del silencio:
“las familias esconden lo ocurrido porque aún vivimos en una sociedad que estigmatiza el suicidio y produce en los supervivientes sentimientos de culpa y vergüenza. Es ese miedo al ser señalados y culpabilizados es lo que lleva muchas veces al entorno cercano callar la verdadera causa de muerte”.
El psicólogo Javier Jiménez explica que además del silencio social, algunas veces, además de no expresar de puertas para afuera lo sucedido, se intenta esconder en el mismo núcleo familiar: “con muchísima frecuencia los mismos supervivientes tienen tendencia a ocultarlo, me remito a un caso en el que se suicida un hijo y la madre intentó ocultarlo a los hermanos, a los otros hijos”, comenta.
Los factores culturales son, como dice Jiménez, uno de los principales sustentos del tabú, y es que dice que hace 1500 años se le quitaban las propiedades a los familiares de quien se había suicidado: “con el cuerpo del suicida se hacían verdaderas salvajadas. Tantos años de castigo y de estigma tienen mucho peso”, concluye. El vicepresidente de DSAS, Carles Alastuey, añade en ese aspecto que durante los siglos XVIII y XIX se condenaba, castigaba e incluso expropiaba los bienes a las familias de las personas que se suicidaban en diversos países europeos: “en la actualidad hay algunos países del continente africano donde las personas que han sobrevivido a una tentativa de suicidio son condenadas a prisión, y los familiares de personas que han fallecido por suicidio son expulsadas”.
En clave religiosa, el Concilio de Trento estableció que “solo Dios te da la vida y solo Dios te la puede quitar”, entonces un suicida se convertía en alguien que atentaba contra el poder divino, motivo para, entre otros castigos, ser condenado a no poderse enterrar en el camposanto.
Alguien que quiera escuchar
Para Carles Alastuey la raíz del asunto radica en un doble tabú: “el suicidio va acompañado de estigma, pero no solo el suicidio, si no las problemáticas de salud mental”. Como bien apunta, para Amapola también es un tema crucial: “para derribar el estigma tenemos que hablar de salud mental y tenemos que hablar sobre el suicidio, pero de una forma responsable. Es una tarea que debemos realizar como sociedad en su conjunto: desestigmatizar el ir a terapia, apoyar en el acceso a tratamientos eficaces y tener una red de apoyo. Mayor psicoeducación en los establecimientos educacionales, mayor acompañamiento. Escuchar más y opinar menos, ser más empáticos y estar dispuestos a educarnos ya no desde los mitos si no desde la información que puede salvar vidas y mejorar la calidad de esta”.
“Somos el homo sapiens porque somos el homo narrans. Nuestra naturaleza es narración”, diría el autor José María Merino. “Nada de la condición humana es más frágil y ‘más humano’ que aquello sustentado por la práctica del discurso”, diría la escritora Hannah Arendt. “Nos auto-narramos de modo constante, al pensar, al sentir, al ser-existir: el lenguaje hace ‘más real’ mi subjetividad, no solo para mi interlocutor, sino también para mí mismo”, dirían los sociólogos Berger y Luckman.
El silencio no es una opción para los supervivientes ni para la sociedad. Como dice el psicólogo de RedAIPIS-FAeDS, Javier Jiménez, los supervivientes tienen que pasar por un proceso de ponerle nombre a lo que no tiene nombre, de generar una narrativa, de entender el proceso mental de la persona que se ha suicidado. Por su parte, el vicepresidente de la DSAS insiste en que el hecho de poder compartir ese dolor es fundamental. Normalizar todo ese abanico de sentimientos descontrolados, contradictorios y desequilibrados tras la pérdida por suicidio. Hacerlo sin temor al juicio ni la condena. Educar sobre el proceso y explicar también que, aunque pueda parecer que no haya evolución, hay que trabajar con el dolor de forma comprometida: “no vamos a olvidar, no vamos a evitar que esa muerte probablemente marque un antes y un después en nuestras vidas. Pero sí que vamos a conseguir reconducir una buena parte de esos sentimientos tan tóxicos que pueden llevar a una evolución muy negativa, incluso patológica del duelo”, concluye.
Amapola incide en que “para elaborar este proceso de la mejor forma posible es necesario crear un espacio seguro donde los supervivientes puedan compartir su dolor, hablar de lo sucedido y ser escuchados sin juicios ni culpas, para así sentar las bases del proceso de recuperación y resignificación de la tragedia”.
De nuevo, dice la joven, la clave está en la posvención: “tener un espacio seguro donde pedir ayuda en una situación crítica como lo es un suicidio, puede salvar vidas a pesar de la pérdida irrecuperable que supone una muerte de estas características. Pero para hablar necesitamos de alguien que nos quiera escuchar”.