La diferencia de género en el signo del voto se ha tendido a magnificar, pero parece que ahora sí que se está tornando algo muy real. La brecha crece. La tendencia entre los hombres y las mujeres jóvenes parece incrementar y radicalizar la situación.
Intuir una diferencia entre hombres y mujeres a la hora de consignar el voto en las democracias liberales occidentales es algo que seguramente no extrañe a nadie. No obstante, los datos apuntan a que, a decir verdad, estas diferencias no han sido tan significativas como cabría esperar hasta hace relativamente poco tiempo. Las razones de que esto haya sido así son múltiples, pero cabe destacar al menos dos motivos que han tenido mucho peso en esta relativa indiferenciación del voto (salvo en contadas ocasiones).
En primer lugar, en la mayoría de las sociedades occidentales, las mujeres obtuvieron el derecho al voto mucho antes de conseguir otras metas de emancipación social y económica. En este sentido, un número muy significativo de mujeres votantes eran esposas o hijas condicionadas por los posicionamientos de su marido o padre o por el conjunto de su familia (cuando no eran ya directamente presionadas o, incluso, se les entregaba el sobre cerrado con las papeletas correspondientes).
En segundo lugar, después de la segunda guerra mundial, las tendencias políticas hegemónicas en Occidente oscilaron durante largo tiempo entre un conservadurismo moderado y un progresismo con mayor o menor aproximación a la socialdemocracia. En este contexto, estas dos tendencias se solían diferenciar bastante en los denominados temas “sociales”, como el derecho al aborto o al divorcio, asuntos de gran relevancia, sobre todo, en lo relativo a la autonomía y el poder de la mujer sobre su cuerpo y su vida. No obstante, el valor de dicha autonomía tendía a quedar soterrado o en segundo plano en el debate político, desplazándose el foco de atención a la política económica y a cuestiones socialmente menos peliagudas. Así, el factor de clase y el interés familiar o personal en relación a este se antojaba mucho más determinante en el signo del voto que ningún otro elemento (amén de que, y en relación con el primer argumento esgrimido, no eran pocas las mujeres que hacían valer más sus convicciones morales que no su identificación como mujeres).
No obstante, huelga decir que estos dos factores han ido perdiendo peso con el paso de los años. Esto ha sido así, a su vez, por diferentes razones.
La progresiva incorporación de las mujeres al mercado laboral, junto con la pérdida de influencia de la Iglesia y la familia, han jugado un papel fundamental a la hora de independizar los intereses de las mujeres.
Por supuesto, es imposible entender toda esta transformación sin el feminismo. Este movimiento es a la vez causa y consecuencia de los fenómenos anteriormente descritos. Las diferentes olas de feminismo han perseguido desde la consecución concreta de derechos hasta el análisis concienzudo de la sociedad en la que vivimos, bosquejando toda traza de injusticia originaria. Así, el feminismo contiene en sí mismo un efecto de retroalimentación según el cuál, a mayor conciencia, mayor búsqueda de derechos, y a mayores derechos, mayor facilidad para visibilizar las injusticias previamente existentes.
En el siglo XIX, la lucha feminista de las sufragistas británicas estimaba que lo fundamental que les faltaba a las mujeres era el derecho al voto para garantizar su representatividad política. Sin embargo, siendo esta una gesta importante y valiosa, la consecución de dicho derecho hizo palpable que ello no bastaba para subvertir un orden masculino, que a la postre comenzaría a denominarse de forma generalizada como patriarcado.
Con el paso del tiempo, nuevos factores se comenzaron a entender a menudo como entrelazados: racialización, clase, identidad y orientación sexual, etc. Todos estos factores influían en el posicionamiento social de las mujeres y, por lo tanto, eran reivindicaciones legítimas. En cualquier caso, incluso sin la inclusión de dichos factores, pronto se vislumbró que el derecho al voto no acababa con la violencia de género o con otras violencias o discriminaciones que, siendo más sutiles que esta, seguían teniendo un peso específico y fundamental.
Este breve recorrido histórico es necesario. No se puede explicar sino a través de estos cambios como el signo del voto se ha ido diferenciando más y más con el paso de los años.
Por un lado, las mujeres han conseguido autonomizar sus intereses de los respectivos de los hombres que les rodean. Por supuesto, esto no significa que no haya intereses comunes. Pero las políticas feministas que consideran como objetivo la atenuación y posterior eliminación de ciertas desigualdades es un factor diferencial. El posicionamiento sobre el aborto, la protección de las bajas por maternidad y paternidad, el compromiso con la reducción de la brecha salarial, la persecución de la violencia de género y la protección de sus víctimas, la educación en valores cívicos y feministas… Todos estos y muchos otros elementos son valorados a la hora de consignar el voto, ya no supeditados a otros factores, sino como un apartado con sentido propio.
A su vez, y de forma reaccionaria, la consecución de esta progresiva autonomía por parte de las mujeres ha suscitado el recelo de muchos hombres, especialmente entre los más jóvenes, que malentienden la pérdida de algunos de sus privilegios como una desprotección o vulneración de sus derechos (cuando, por lo general, no sienten sino la vulnerabilidad constitutiva del sujeto en cuanto tal). En consecuencia, una parte cuantiosa del voto masculino joven está virando a posiciones más extremas en el espectro reaccionario, entendiendo como fundamentales los factores de la lucha feminista pero en su reversión.
Así las cosas, y aún con ciertos matices y excepciones, el voto entre hombres y mujeres (insisto, entre jóvenes especialmente), no tiene visos de homogeneizarse a corto o medio plazo, sino todo lo contrario. La espiral de acción y reacción parece muy viva, a menos que suceda una inesperada síntesis dialéctica. Y si esto es así, esperemos que no sea por renunciar a la consecución de derechos y a una causa justa, sino por la comprensión de que determinados factores de igualdad importan y que la pérdida de privilegios, por dolorosa que sea, no es nunca injusta.