El fascismo es un régimen represivo de la libertad, promotor de la discriminación y obstructivo de la solidaridad. No es deseable para la paz y la convivencia. Conviene, pues, distinguir que es y qué no es fascismo. Si nos acostumbráramos a decir que los perros son lobos, cuando vinieran estos nos cogerían desprevenidos. Lo mismo puede suceder si llamamos fascismo a lo que no lo es. Porque el fascismo puede volver a existir.
La palabra «fascismo» viene de «haz» (‘fascis’ en latín). Por ejemplo, muchas ramas de leña ligadas hacen un haz. Hablamos, también, de un «haz» de billetes o de otros tipos de haz. El fascismo se basa originariamente en la imagen de un haz y él mismo se piensa, declara y actúa como un haz.
El fascismo comenzó a Italia hace apenas un siglo. Antes no existía. Se puede decir, pues, que es un movimiento político contemporáneo. Ya desde un inicio, aquellos «fascistas» utilizaron como principal emblema de su partido la imagen del haz, fascio en italiano, que dio nombre al mismo partido: el Fascio.
¿Por qué el haz? Por dos razones. Porque representa la idea de una unidad inseparable. En ese caso, la de la gente. Y para que la imagen del haz, tal como los fascistas la representaban, correspondía exactamente a la de un objeto usado por las autoridades de la antigua Roma como símbolo de su poder y estandarte de sus legiones.
Se trataba del fascis, en latín, que consistía en un haz de 30 bastones iguales de madera de Omar o de abedul y un hacha del mismo tamaño, todo bien atado con una cuerda de cuero rojo y formando así un perfecto cilindro. Las 30 varas representaban las 30 tribus de Roma y su indisoluble unidad, lo que daba al imperio su fuerza. Era el símbolo que la unión hace la fuerza; pero especialmente el signo que recordaba la fuerza de las autoridades del imperio y, en tiempos de la república, la del dictador. El añadido del hacha indicaba, en cualquier caso, el poder de impartir justicia y castigar.
De Roma en los años treinta
El poder, en la antigua Roma, era rico en símbolos como este, expresivos del dominio, la justicia y la gloria, algunos de los cuales, como el águila, la columna, el rayo o el laurel, perduran hasta la actualidad en gran parte de los escudos nacionales. El haz lo tienen, por ejemplo, el Congreso de Estados Unidos y la Guardia Civil española. Pero el símbolo del haz debía ser el más afín a la ambición de poder imperial que tuvieron los fascistas.
La cruz gamada, de origen oriental, fue el símbolo de los fascistas alemanes, los «nazis», apócope o abreviación de la palabra «nacional-socialista». Esta cruz evocaba para ellos la unidad y el poder de la que llamaban «raza aria», como superior al resto y antagónica de la supuesta «raza semita». El vivo color rojo que rodea la cruz gamada recuerda el poder y la majestad con los que se ha asociado siempre este color. Como los fascistas, los nazis quisieron ser restauradores del imperio: unos del imperio romano y otros del imperio germánico.
Mientras ambos regímenes políticos gobernaban en la Europa de los años treinta del siglo pasado, en España se fundaba el partido de inspiración fascista Falange Española, que tomó como emblema el yugo y las cinco flechas, extraídos del escudo de la monarquía de los Reyes Católicos. La falange, por cierto, era el nombre de una unidad de combate de los antiguos griegos. El símbolo de los «falangistas» españoles indicaba también el poder y el asentamiento de éste en la unión de la gente. Las flechas están ligadas y forman, con el yugo –pieza de madera que unía los dos toros de labranza–, una unidad irrompible, ya que por separado las flechas pueden ser rotas. La Falange, minoritaria en un origen, formó parte e influyó decisivamente en el Movimiento Nacional que dio paso y sostuvo la dictadura militar (1939-1975) del general Franco.
Ha habido y hay dictaduras militares (Castro, Pinochet, Videla), civiles (Salazar, Perón, Nasser) o incluso teocráticas (Haile Selassie, Dalai Lama, Jomeini) con rasgos similares a los de los fascismos acabados de mencionar. Hay, al mismo tiempo, formas de gobernar y episodios, tanto en regímenes autocráticos como democráticos, que son similares o comparables en algún aspecto al fascismo, en las características de este y que resumiremos a continuación. Por ejemplo, los actuales regímenes de Corea del Norte, Venezuela y Filipinas, y en general siempre que un gobierno o un partido se comportan autoritariamente y exigen la unidad y obediencia inexorables de todos. Pero conviene que no confundamos estos regímenes y situaciones con el fascismo.
El fascismo existió y puede volver a existir; de hecho, hay hoy en Europa grupos sociales y partidos políticos que, diciéndolo o no, son fascistas. Los nazis no se nombraban así, y también fueron durante unos años una ridícula minoría parlamentaria, pero luego se hicieron con media Europa. Henry Ford, el fabricante norteamericano, los admiraba, y Eduardo VIII, el rey de Inglaterra, también. Nada nos garantiza que simpatías similares puedan volver a darse ante una posible vuelta del fascismo.
La pretensión de ‘totalidad’
Lo que distingue al fascismo de la democracia es relativamente fácil: es una autocracia. Pero lo que lo distingue de las dictaduras y las otras autocracias no es tan fácil. La mejor manera de hacerlo es señalando sus rasgos característicos más exclusivos. El primero y fundamental es que el fascismo es un totalitarismo. En este sentido, los regímenes estalinista y maoísta, después de la Segunda Guerra Mundial, también fueron fascistas. La consigna de Mussolini era: «Todo en el Estado. Nada contra el Estado. Nada fuera del Estado». La de Hitler fue: «Un Pueblo. Un Imperio. Un Líder «. La de Franco: «España Una, Grande y Libre».
En las tres consignas hay una pretensión de «totalidad». Es la esencia del fascismo. La política lo integra todo, cada elemento está relacionado con el resto y todos ellos obedecen al todo. El Estado total reúne la masa, la élite que la dirige y, en lo alto, el líder supremo (Führer, Duce, Caudillo, Comandante, Gran Timonel) que lo guía todo. Su voluntad es el principio de la ley. El Estado y el Pueblo son lo mismo: no hay separación entre sociedad política y sociedad civil, entre público y privado, entre poder militar y poder civil.
El pueblo integra, pues, una Sociedad que también se cree que es total. En este pueblo no hay individuos, ni ciudadanos, sino miembros como partes de un todo que los incluye y define. Los derechos de cada miembro son consecuencia de los derechos que tiene el pueblo, es decir, el Estado. Su inteligencia, iniciativa y libertad individual no cuentan. El hombre del fascismo aspira, como el conjunto que lo engloba, a ser también un Hombre total. Cada uno es un todo en el que cuentan, sobre todo, la energía, la fuerza de voluntad y acción. La sensibilidad, la razón y la imaginación no son valorados y constituyen un peligro en este régimen totalitario que no admite el pluralismo y la crítica que lo podrían hacer cambiar.
El fascismo no se concibe, sin embargo, como un retorno al pasado anterior a la democracia. Se quiere una ideología, un movimiento y un régimen político nuevos y precisamente como solución a los problemas y los errores de la democracia. Defiende, explícitamente, el Estado nuevo, la Política nueva y el Hombre nuevo. Para empezar, un Estado nuevo que se edifica sobre el mito y el rito. El mito imperial y el rito que un Estado así necesita. Por eso la simbología y la liturgia políticas son características del fascismo: banderas, himnos, emblemas, concentraciones, marchas, desfiles, saludos marciales y por supuesto los uniformes. Camisas negras de los fascistas, marrones de los nazis, azules de los falangistas, rojas de los comunistas.
El imperio de la propaganda
El mito imperial es abonado con la ideología (la Tierra y la Sangre como mitos fundacionales), la producción de doctrina (nacionalista, racista, antiparlamentaria siempre) y la profusión de propaganda (partidista) por todos los medios posibles, con la consecuente pérdida del respeto a la verdad y la sustitución de esta por consignas. La propaganda fascista se distingue en particular por provocar tres emociones: el sentimiento de miedo, la incitación de odio y el desprecio de la verdad.
Por otra parte, la Política nueva se basaba en la primacía real y legal del líder supremo, en la existencia de una férrea jerarquía y en la adhesión incondicional de los súbditos a las necesidades del pueblo, es decir, a las disposiciones del Estado. Pero tan importante como la anterior era la construcción del Hombre nuevo: vigoroso, viril, trabajador, familiar y de costumbres sanas. El vigor, la salud y la disciplina individuales, expresadas por ejemplo en los hábitos de higiene y ejercicio físico, eran la contrapartida individual al régimen colectivo de la fuerza, el orden y la seguridad. Quien sobresalía en las virtudes del hombre nuevo era condecorado por el Estado y elevado a la categoría de héroe, si se sacrificaba por aquel.
El fascismo poseía una ética basada en todos los valores mencionados y el rechazo de los valores esenciales del régimen democrático proveniente de las revoluciones norteamericana y francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Desde la óptica democrática, el fascismo es, por el contrario, un régimen represivo de la libertad, promotor de la discriminación y obstructivo de la solidaridad. No es una ética deseable para la paz y la convivencia. Conviene, pues, por todo ello, distinguir qué es y qué no es fascismo. Si nos acostumbráramos a decir que los perros son lobos, cuando vinieran estos nos cogerían desprevenidos. Lo mismo puede suceder si llamamos fascismo a lo que no lo es.