Es sábado, 23 de marzo. Es una noche fresca, de inicio de primavera, regida todavía por el horario de invierno. La Rambla del Raval, en Barcelona, hierve de gente. Grupos de turistas y locales se fotografían junto al gato de Botero, mientras otros pueblan las terrazas que flanquean el paseo. Parecen indiferentes a lo que sucede en el centro del bulevar, donde hombres y mujeres (la mayoría de origen pakistaní) se sientan en una veintena de mesas. Escuchan los parlamentos que se suceden en un pequeño escenario colocado para la ocasión. Es ramadán, noveno mes del calendario islámico y uno de los pilares de la práctica religiosa musulmana, y las personas reunidas en la Rambla del Raval romperán el ayuno de forma colectiva, en el espacio público.
Este ritual, el iftar, se repite en otros momentos y en otros lugares de la ciudad durante todo el mes de ramadán. Dos días antes, en este mismo espacio, es el Grupo interreligioso del barrio (GIR), vinculado a la Fundació Tot Raval, quien organiza un evento similar. En la misma semana, es en la sala grande del Museo Marítimo, donde la Fundación Ibn Battuta reúne a más de 600 personas en un evento similar que cuenta con la presencia de cónsules y el alcalde. En la web del Ayuntamiento, se pueden encontrar las convocatorias de otros barrios de la ciudad. En la Trinitat Vella, en el Besòs, en el Clot o en Sants, las comunidades islámicas salen a la calle para romper el ayuno con el vecindario ofreciendo una pequeña comida a todas aquellas personas que quieran participar. Estas celebraciones traducen distintas lógicas sociales y urbanas. Son la prueba de que la sociedad barcelonesa, como la catalana y la española, ha vivido un profundo proceso de diversificación religiosa. Según los datos oficiales, en la ciudad conviven hoy veintinueve confesiones distintas.
Azares del calendario, el ramadán ha coincidido este año con la semana santa católica. Si las procesiones tradicionales de este período se inscriben en una larga trayectoria de hegemonía social y religiosa, los iftars de las comunidades musulmanas lo hacen en una demanda de visibilidad y reconocimiento ciudadano. En ese sentido, contrastan con la relativa invisibilidad (y precariedad) de los centros de culto islámicos de la ciudad. Con treinta y tres oratorios, el islam es la segunda minoría religiosa de Barcelona, detrás del cristianismo evangélico (que cuenta con cerca de doscientas iglesias). Todos estos centros ocupan espacios concebidos inicialmente para otros usos, reconvirtiendo antiguos locales comerciales en lugares de encuentro comunitario y religioso, que a menudo quedan pequeños a la hora de la oración de los viernes o con ocasión de las grandes festividades.
Los iftars se convierten así en la ocasión de hacer visible el islam, y de concretar en un espacio y tiempo determinado la diversidad de la que tanto presume la ciudad. Este sábado de marzo, en la Rambla del Raval, los parlamentos que preceden a la ruptura del ayuno insisten en esta idea. Aparte de diversas personas de la entidad Camí de la Pau, la comunidad organizadora del acto, también toman la palabra un representante del consistorio y una antigua responsable municipal de las cuestiones de interculturalidad. La actualidad obliga, algunos parlamentos hacen referencia a la dramática situación de Gaza, otros lamentan la situación de sequía que sufre Cataluña. Todos los discursos coinciden en saludar la pluralidad de la ciudad, la voluntad de acogida y de inclusión. La diversidad se convierte no solo en una característica del barrio, sino casi en su sinónimo. Erigido en ejemplo de pluralismo y convivencia, el Raval se presenta también como un contrapunto espacial a los discursos de la extrema derecha.
Estas celebraciones tienen lugar en un contexto político particular, en una Europa, una España y una Cataluña marcadas por la pujanza de los populismos de cariz conservador. Las extremas derechas, de aquí y de allá, coinciden en reenviar el islam y los musulmanes a una perpetua condición de alteridad. Sin embargo, estos discursos no son exclusivos de este extremo del tablero político. Están anclados en una larga historia, en una relación particular entre Occidente y el llamado “mundo musulmán”. Seguramente por eso (pero no solo), las comunidades se apresuran a organizar estos iftars, con la voluntad de romper estereotipos y normalizar la visibilidad del islam en el espacio público. Regidos por la comida compartida, los iftars recuerdan a cualquier otro evento popular, a una comida de fiesta mayor o una cena entre vecinos. Desde que empezaron a celebrarse, ya hace unos años, cuentan con el apoyo de las administraciones, traducido en la presencia de algunas autoridades locales y en las preceptivas medidas que rigen (y controlan) toda actividad en el espacio público (vallas del ayuntamiento, papeleras de cartón, montaje de escenario y sonorización, etc.).
En la dinámica de las ciudades globales y cosmopolitas, insertas en las lógicas del neoliberalismo urbano, la diversidad parece, en ocasiones, una marca. No deja de ser paradójico que la diversidad se celebre en un espacio urbano complejo, en barrios donde la actualidad está marcada por desahucios casi diarios o por lógicas de exclusión y segregación social que afectan de forma desgarradora a determinados grupos y colectivos. En este contexto, la conmemoración de iftars en el espacio público no es una apelación abstracta a una diversidad de escaparate. Es, sobre todo, la reivindicación del derecho a la ciudad para todos, donde tienen cabida todas las expresiones religiosas, culturales y comunitarias que conviven en su tejido social.