Hay una imagen recurrente que no me puedo sacar de la cabeza: estar viendo una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, ver los horrores del nazismo y escuchar a mi madre preguntarse para sí, “¿Cómo alguien pudo llegar a hacer esa barbaridad?” Siempre la misma estupefacción, siempre la misma incomprensión, “¿Es que acaso no ven que son seres humanos también?” Y ante esto, una tremenda y cruda respuesta por mi parte: “No, el problema está precisamente en que YA no ven seres humanos cuando los miran”.
El proceso de deshumanización de diferentes colectivos o grupos de seres humanos es algo que podemos atestiguar desde hace milenios. La utilización del concepto deshumanización nos resulta familiar y convierte este asunto en algo más sencillo, aunque, a decir verdad, no es del todo preciso. Con frecuencia, lo que se observa es una resignificación de lo que un grupo humano es, una segregación de sus características respecto del grupo dominante y hegemónico, que hace que se les acabe condenando en y por su diferencia.
No es siempre necesario que se les expropie su humanidad (aunque en algunos casos también sucede tal cosa), sino que se les suponga unos atributos que nos acaben generando rechazo: culturas y costumbres extrañas, organizaciones sociales que se consideran inferiores o primitivas, una forma de ver la vida que es mucho más miserable o cruel…
Así, los antiguos romanos, por ejemplo, no consideraban bárbaros a todos los pueblos extranjeros que posteriormente invadían y trataban de asimilar (los griegos no eran considerados bárbaros), pero sí a aquellos que consideraban muy distantes en términos culturales: aquellos de los cuales poco o nada cabía aprender. En este sentido, a pesar de que el racismo o la xenofobia romana apenas tiene nada que ver con el racismo eugenésico contemporáneo que se ha basado, sobre todo, en la pigmentación de la piel, sin duda alguna estos romanos jerarquizaban y clasificaban a los diferentes grupos humanos en base a su proximidad cultural, lo cual hacía que aquellos grupos más alejados de ellos fueran, en cierto sentido, algo menos humanos y, por lo tanto, eran menos susceptibles de un trato adecuado o piadoso.
Sin filtros morales
Entonces, retomemos las preguntas con las que se iniciaba este texto: ¿Cómo se produce un genocidio? ¿Qué da pie a que miles de manos se involucren en la matanza sistemática de un determinado grupo de seres humanos? Pues bien, ya tenemos apuntaladas las líneas maestras: para comprender un genocidio se deben comprender los mecanismos por los cuales acabamos cancelando nuestros filtros morales, éticos y de cualquier otra índole que apelan a la empatía y a la solidaridad a través de cierta identificación, e impiden dar muerte sistemática a nuestros semejantes (pues, a decir verdad, deberán de ser en buena medida nuestros semejantes para que estos filtros operen y resuenen en nosotros).
Durante la segunda mitad del siglo XX, muchas escuelas de pensamiento hicieron hincapié en algo que, si bien ya se atisbaba antes, requería desarrollo: el lenguaje no es un cúmulo de palabras que permite la comunicación entre un emisor A y un receptor B. En este sentido, el psicoanálisis de Lacan o la teoría filosófica de Michel Foucault no coincidían en muchos puntos, pero sí en comprender que el lenguaje no es una suerte de herramienta externa que sirve de vehículo para transmitir el pensamiento, sino que, más bien, el lenguaje es, estrictamente hablando, condición de posibilidad del pensamiento humano. En todo caso, esta aproximación está siendo muy atrevida por mi parte: no disponemos del espacio y del tiempo para desarrollarla mínimamente.
No obstante, dirigiéndonos a un punto concreto, y yendo al grano sobre nuestra cuestión, podemos señalar que el filósofo Michel Foucault advirtió que el discurso no es algo cerrado en sí mismo, no es algo que no tenga ninguna operatividad fuera del propio lenguaje del que se nutre: el discurso tiene claras afectaciones materiales porque, en sentido estricto, el discurso es material (esta es la hipótesis de la materialidad del discurso). Esto significa que cuando comenzamos a referirnos a cualquier cosa de una determinada manera, por ejemplo, nuestra visión sobre esta cosa va cambiando y actuamos en consecuencia. ¿Por qué es importante señalar la especificidad de una violencia como la violencia de género y referirnos a ella como tal? Efectivamente: porque si no hablamos de ella, no podemos pensarla y, si no podemos pensarla, es tanto como ignorar su existencia, lo que, en definitiva, nos impide actuar de forma eficaz contra ella.
Así, si ministros del gobierno del Estado de Israel aparecen en televisión refiriéndose a una población en su conjunto como animales, en un obvio y claro tono despectivo y no descriptivo de la animalidad de la que somos parte, la percepción que se traslada a la opinión pública es que el trato adecuado para con esta gente no puede ser el que suponemos que merece cualquier ser humano, pues no son nuestros iguales, sino que están en un escalón inferior de la jerarquía existencial (aquí se dan una infinidad de asunciones respecto a una jerarquía que, por otra parte, también se ha construido en base a una segregación de cualquier forma de vida no-humana).
Así, si los medios de comunicación insisten en darte los nombres y hasta los perfiles de Instagram de las víctimas israelíes, pero de las palestinas apenas sabes nada, porque solo te dicen cuántos y cuántas mueren y no quiénes son, ves en las primeras víctimas un reflejo de alguien que podría ser tu madre, tu hijo, tu hermana o, incluso, tú, pero, en cambio, en el caso de las víctimas palestinas apenas ves una cifra, un cálculo, un apunte de contabilidad.
Por supuesto, estos no son ejemplos de desafortunadas coincidencias, no son casualidades que nadie sabe de dónde brotan. Las personas se asesinan, los números mueren. No vas a poder empatizar con una cifra, pero sí con alguien que ya te han dejado claro que es como tú y que, por lo tanto, podrías realmente ser tú.
En definitiva, los genocidios requieren, de una manera u otra, de este proceso de resignificación, un proceso que, tal y como he comentado, vulgarmente a menudo lo solemos denominar como deshumanización pero que en, cualquier caso, implica lo siguiente: la vida de cierto grupo no vale lo mismo que la del nuestro.