Que la moda es uno de los sectores más contaminantes del planeta no es ninguna novedad. Según un informe de Naciones Unidas de 2018, debido a las largas cadenas de suministro y a la producción intensiva en energía, este sector contribuye en torno al 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Y Greenpeace también señaló cómo, solo en la Unión Europea, el consumo textil convierte a la industria de la moda en el cuarto sector en términos de impacto sobre el medio ambiente y el clima, y el tercero en términos de consumo de agua y tierra. La organización ecologista también señaló que en la UE se tiran unos 5,8 millones de toneladas de productos textiles, lo que equivale a 12 kg por persona. Esos mismos productos, usados o sin vender, acaban en el enorme vertedero ilegal del desierto de Atacama, en Chile.
Según la OIT (Organización Internacional del Trabajo), la industria de la moda es responsable de la explotación de unos 30 millones de personas en todo el mundo, obligadas a vivir en condiciones de semiesclavitud, con jornadas laborales de hasta 14 horas y un salario de unos 2,40 dólares al día.
Estas son sólo algunas de las cifras que se esconden tras las etiquetas de las prendas de moda rápida.
Lees el precio y te convences de que has conseguido una ganga, pero la realidad es bien distinta: la sociedad acaba de tropezar con el círculo espasmódico del consumismo que quita a los pobres para hacer más ricos a los ricos.
Nacida como una reconfiguración de la identidad de clase con el objetivo de democratizar y extender la igualdad, la moda rápida -o más bien desechable- ha engañado a todo el mundo. La promesa de ropa de moda, barata e inclusiva no es más que la alfombra bajo la que la industria esconde toneladas de polvo. Tiempos de producción muy reducidos, renovación continua de los productos, precios democráticos y diseño inspirado en las tendencias -con un claro problema respecto a la propiedad intelectual- son sólo algunos de los eslóganes utilizados por los grandes magnates de la moda rápida para imprimir en el imaginario público el gentil propósito de su imperio.
El grupo Inditex, representación pragmática de la moda rápida
En el corazón de este modelo se encuentra la empresa española Inditex, cuya marca más famosa, Zara, marcó la pauta y allanó el camino a los imitadores.
El grupo, propiedad de Amancio Ortega, engloba varias marcas, entre ellas, además de su hija predilecta, Massimo Dutti, Pull & Bear, Bershka, Stradivarius, Oysho, Uterqüe y Zara Home.
Ortega es conocido como el Prometeo de la moda, como aquel que robó el savoir fair en las artes textiles a unos pocos elegidos -diseñadores franceses e italianos- y se lo dio a los hombres. Pero, como es conocido, en la mitología griega Prometeo es condenado por los dioses y acaba encadenado a una roca por toda la eternidad.
Ortega construyó su imperio desde una pequeña tienda en la calle Juan Flórez, en el corazón de Coruña. Era 1975, el año en que terminaban para España los largos años de dictadura tras la muerte de Francisco Franco.
El objetivo, tanto entonces como ahora, era crear ropa que pudiera llevar cualquier mujer. Fue a partir de esta intuición que Zara construyó, movimiento tras movimiento, su éxito: observando y satisfaciendo los deseos de las mujeres y, más tarde, también de los hombres y los niños.
El plan estratégico era y es sencillo: ni existencias ni almacén. Las prendas son transitorias: hoy están, mañana puede que no. De este modo, el cliente se ve obligado a comprar inmediatamente y siempre quiere más. No hay publicidad. La tienda se hace publicidad a sí misma. No en vano, Zara es la primera marca de Europa por número de puntos de venta y la segunda del mundo, tras la estadounidense Gap.
Ortega ha dado, pues, la vuelta al concepto de estacionalidad. Todo gira en torno al entretiempo, a esas prendas que nadie sabe nunca cuándo ponerse y que todos seguimos comprando.
Es con esta extraña e innovadora política de colocación con la que el grupo Inditex ha conseguido colarse en los armarios de todo el mundo. Y eso significa todo el mundo. No solo en los de la gente de a pie, sino también en los de reinas y supermodelos. En 2018, la modelo Emily Ratajkowski se casó con un traje de Zara color mostaza, que se hizo viral y se agotó automáticamente. La princesa consorte Kate Middleton ha sido fotografiada una y otra vez con blazers de Zara.
Si esto puede parecer paradójico, al contrario, encaja en un plan estratégico preciso de la marca rápida que se siente casi avergonzada de ser percibida como tal.
Un análisis publicado en BoF (The Business of Fashion) muestra que Ortega está considerando un importante relanzamiento que podría llevar a Zara aún más alto. En efecto, a través del programa Join Life y de una ligera pero constante subida de precios, la marca intenta reposicionarse en el mercado para ser percibida como sostenible y de lujo. En esta nueva perspectiva, el objetivo es trabajar en las diferentes etapas de la cadena de producción con un enfoque interseccional holístico que va desde la elección de los materiales hasta la gestión logística de la producción y el almacén. Para 2030, Zara pretende reducir las emisiones en un 50% y eliminarlas por completo para 2040. La atención se centra también en el uso de materiales textiles reciclados y en la implantación de servicios de circularidad como el Zara pre-owen, que permite a la gente reciclar sus prendas para que tengan una nueva vida. El programa se basa en la posibilidad de tirar la ropa comprada unas temporadas antes y comprar otra nueva en un círculo vicioso continuo.
Es el velo maya de la sostenibilidad y la innovación que esconde el deseo de unos pocos poderosos de enriquecerse a costa de las personas y el medio ambiente.
Así, a pesar de las promesas hechas y las aspiraciones capitalistas ocultas, cada mañana el consumidor se despierta con el clásico dilema hamletiano: un armario lleno de ropa y nada que ponerse.