La periodista argentina Leila Guerriero y el escritor catalán Pol Guasch conversaron en CaixaForum Barcelona sobre escritura, influencias, amor y fe en el lenguaje. El acto, enmarcado en el festival En otras palabras, partió de un texto inédito de Guerriero titulado Todos juntos ahora
Para quienes escriben, o leen como si escribieran, hay palabras que atraviesan la piel y se alojan en el cuerpo. En CaixaForum Barcelona, esas palabras se encarnaron en la voz de Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967), periodista y escritora reconocida por su obra en el periodismo narrativo, autora de libros como Los suicidas del fin del mundo, Una historia sencilla y La llamada, y una de las grandes figuras de la crónica contemporánea. En el marco del festival En otras palabras, Guerriero leyó un texto inédito titulado Todos juntos ahora, escrito especialmente para la ocasión, que sirvió como detonante de una conversación con el poeta y escritor Pol Guasch (Tarragona, 1997), autor de la premiada Napalm al cor, de los poemarios Tanta gana y La part del foc, y de la reciente novela Ofert a les mans, el paradís crema (Anagrama, 2024). Entre lecturas, confesiones, digresiones lúcidas y una fe obstinada en la escritura, lo que siguió no fue un intercambio, fue un acto de complicidad, una forma de pensar en voz alta, juntos.
De qué están hechas las voces
Guerriero habló de influencias, pero no como quien ordena una genealogía literaria. No había en su texto un deseo de encajar en un linaje ilustre, sino de describir con precisión el modo misterioso en que ciertas obras, ciertos gestos, ciertas frases, se filtran en la escritura como lo haría una espora o un virus. “Las influencias son como hígados, páncreas, corazones —dijo—, sobre todo corazones, que se suman a ese cuerpo macrocéfalo que es la escritura”. Algunas llegan como epifanías, otras como infecciones lentas. Algunas tienen prestigio —como una canción de los Beatles, All Together Now, cuyo eco se coló en el título del texto leído—. Otras, como Flashdance, lo único que ofrecen es una alegría violenta que, sin que uno lo sepa, puede salvarle la vida.
“Una buena influencia sedimenta, hace una labor misteriosa y al final, como siempre, nos deja solos”, dijo Guerriero. Pero no siempre ha sido fácil aceptar esas influencias. A propósito de la célebre teoría de Harold Bloom —la “angustia de las influencias”—, Guerriero evocó la tensión entre admiración y deuda, entre legado y parálisis. Bloom sostenía que ningún autor verdaderamente fuerte puede soportar del todo la idea de no haberse inventado a sí mismo. Que cada obra importante nace de un combate con los muertos, una especie de asesinato simbólico de quienes nos precedieron. Guerriero se apartó de esa lectura con elegancia, prefiriendo alinearse con “el club de Zambra y del club de Fabián Casas”, declaró. “La influencia es una bendición, no algo a vencer. Constituye a la vez un milagro y una catástrofe, porque modifica la mirada. Y si cambia la mirada, cambia hasta cierto punto el estilo. Y si cambia el estilo, cambia todo”.

La escritura como acto amoroso
Cuando se sumó a la conversación Pol Guasch, la charla viró hacia otros territorios. Habló del cuerpo, del tiempo, del deseo y del olvido. Preguntó, en un afán de presentador de magazín televisivo, si Guerriero creía ser la escritora que quería ser. Ella dudó: “Estoy como on the road. No soy la escritora que quiero ser, porque falta mucho por pulir, por refinar. Me da curiosidad cómo voy a escribir dentro de cinco años”, añadía antes de matizar bromeando que, si hubiese respondido que sí a la pregunta, hubiese sido demasiado prepotente.
Guasch recuperó una idea que había flotado la noche anterior, en su encuentro en Palma: la escritura como acto amoroso. Y fue él quien trazó el paralelismo entre escribir y amar, no como metáfora romántica, sino como gesto de fe: “El amor es un estado de fe en el que uno necesita estar necesariamente, porque si uno no está, no verá las cosas insignificantes de esa persona como valiosas. Los demás ven una sonrisa absurda y tú ves el amor de tu vida”. El dardo lírico lanzado por el poeta fue una forma de nombrar lo que une a los verdaderos actos de creación. La escritura y el amor no funcionan sin esa entrega incomprensible a lo invisible, a lo que aún no se puede demostrar.
La fe y el lavavajillas
Guerriero insistió en la idea de la fe en la escritura, pero no como una fe ciega, sino una forma de disponibilidad. La confianza de que algo —invisible, banal, inesperado— puede contener un germen de sentido. Hablando del bloqueo creativo, contó que a veces el clic llega en medio de acciones automáticas: correr, ducharse, fregar los platos. “Con algunos colegas tenemos una larga conversación sobre los beneficios de lavar los platos”, dijo, entre risas. No era una metáfora forzada: para Guerriero, esa repetición simple, sin expectativas, abre un espacio mental donde de pronto puede tomar forma una intuición latente.
Lo ilustró con una anécdota concreta: “Hay veces que el texto no avanza, y de golpe… una frase mal leída te da una columna entera”. Se refería a una lectura en la que confundió la fiesta fantástica con la fantástica desgracia. La equivocación le pareció tan fértil que acabó escribiendo veinte columnas a partir de ella. Pero el ejemplo no era un capricho: era una forma de señalar que escribir también es estar alerta a lo insignificante. Que muchas veces el hallazgo no proviene del orden, sino del error, del desvío, del lapsus.
En ese gesto —ver valor donde no lo hay, o aún no lo hay— se juega quizás lo más importante de la escritura. No el control, no la técnica, no el dominio. Sino una apertura radical. La posibilidad de que un error desencadene una revelación. De que un malentendido desvele una verdad. De que un plato mal enjuagado, una frase mal leída, un recuerdo mal guardado, contenga la chispa de algo que todavía no se ha escrito.

Contra el lugar común
La conversación también abordó la tensión entre ficción y no ficción, entre autoficción y crónica, entre literatura y mercado. Guasch lanzó una pregunta oracular: ¿qué está pasando con la ficción? Guerriero respondió con cautela, evitando cualquier dictamen apocalíptico. “Cada país es un mundo. Hay mil tendencias, muchas contradictorias. Esto de que la autoficción está de moda o que ha muerto la novela… lo he oído cinco veces en los últimos diez años”.
Lo que sí defendió, con fuerza, fue el rigor. En ese punto, Pol Guasch trajo a colación al escritor Alexander Chee, quien sostiene que lo difícil no es llegar a la escritura, sino quedarse. Chee advierte también contra la tentación de ceder al lugar común, esa inercia que amenaza incluso al escritor más atento. No se trata solo de sentarse a escribir, sino de sostenerse ahí, contra uno mismo. Guerriero lo expresó desde su experiencia: “Hay una parte del proceso que es muy sufrida. Cuando trabajas con un material inmenso, entrevistas, archivos, todo parece una masa imposible. Y te preguntas: ¿quién carajos me mandó a escribir esto?”. Pero en algún momento llega el clic. A veces mientras corres. A veces mientras lavas los platos.
Laconversación no se cerró, como no se cierra nunca una conversación verdadera. Tampoco buscó respuestas definitivas. Lo que ofrecieron Leila Guerriero y Pol Guasch fue una forma de estar en la escritura: con temor, con deseo, con memoria. Con la humildad de quien sabe que no hay manuales. Y con la fe de quien se lanza al vacío porque, como recordó Guerriero, “la mayor prueba de amor consistía en arrojarse de espaldas desde lo alto de una roca al traje del amante que aguardaba”.
Escribir, en el fondo, es eso. Lanzarse sin certezas, influido por todo y por todos, para intentar ser —al menos por un momento— mejor que uno mismo.