‘Cash for kids’ era el titular de la portada de The Economist hace una semana, y el diseño de la portada mostraba un biberón lleno de monedas. El prestigioso semanario económico abordaba, con unos análisis muy precisos y nada halagüeños, la cuestión del descenso de la natalidad y las medidas aplicadas para hacer frente a ese invierno demográfico mundial del que tanto se habla por sus repercusiones en las distintas economías nacionales. En efecto, nuestro sistema de solidaridad social e intergeneracional se basa en la existencia de jóvenes trabajadores activos que, con sus impuestos, pagan las pensiones y la asistencia médica de quienes ya han trabajado toda su vida.
La natalidad va a dos velocidades
Es cierto que la tasa de fecundidad disminuye sobre todo en los países más ricos, pero en distintas fases se prevé que se extienda también de forma imparable a las zonas menos ricas del mundo. Si miramos más allá, en 2100 la tasa de fecundidad mundial será de 1,7 (es decir, el número de hijos que una mujer da a luz por término medio), mientras que el umbral de reemplazo demográfico es de 2,1. Pero ya en 2050 más de 2/3 del mundo estarán por debajo de ese umbral, afirma un estudio científico publicado en la revista The Lancet.
El problema ya no afecta sólo a lo que consideramos el epítome del mundo rico, es decir, el llamado «Occidente». China y Corea del Sur ya lo están sufriendo mucho. En Corea la tasa de natalidad está en su mínimo histórico, el 0,7%; una cifra que, comparada con el número cada vez mayor de ancianos, hace insostenible el sistema de pensiones, sobre todo si tenemos en cuenta que Seúl aplica una política de gasto público muy equilibrada, con una relación entre el endeudamiento del Estado y la producción global de riqueza (la famosa relación deuda/PIB) inferior al 60%, el mismo objetivo que deberían alcanzar incluso los países de la UE con sus planes de recuperación que contemplan los siempre dolorosos recortes del gasto público. Incluso Pekín, considerada durante más de medio siglo la capital de la nación de crecimiento más tumultuoso (hasta el punto de que de 1979 a 2013 aplicó la política del hijo único), observa desde hace tiempo una tendencia inexorable al envejecimiento y pronto tendrá que gestionar una población de cientos de millones de pensionistas.
La situación en Europa
En nuestro rincón de la Europa mediterránea, las cifras ya no son reconfortantes. En Italia y España la población disminuye, en Portugal la situación no es muy diferente, aunque recientemente se ha producido una interesante contratendencia: tras la histórica caída de 2021, el país cerró 2022 con un aumento del 5% en los nacimientos. Con otro detalle interesante: en 2023, 1/5 de los recién nacidos eran hijos de madres extranjeras, un número que se eleva a 1/3 en el área metropolitana de Lisboa y en los centros urbanos de la región del Algarve (sur de Portugal), un fuerte polo de atracción para los inmigrantes, que encuentran trabajo principalmente en el sector hotelero.
Sin embargo, si estos números son bastante indiscutibles en su fría esencialidad matemática, hay al menos dos lecturas erróneas que a menudo se asocian con el habitual crujir de cifras. El primer error es que no debemos pensar automáticamente en el descenso de la natalidad como un hecho negativo en sí mismo. No podemos pasar por alto el hecho de que la natalidad es en sí misma hija de la emancipación de la mujer. Un acceso más amplio a los estudios y al mundo del trabajo; un mayor control de los nacimientos y, más en general, del propio cuerpo; la consiguiente disminución de los embarazos no deseados, sobre todo en la adolescencia, son todos ellos factores que, allí donde estos objetivos deseables se han alcanzado realmente, han conducido a una reducción de la natalidad. ¿Cómo, entonces, invertir una tendencia sin borrar sus causas, que ciertamente no podemos considerar negativas, a menos que tengamos en mente políticas públicas ciegamente anacrónicas y reaccionarias?
Las políticas de los países más conservadores, como Hungría, demuestran que son capaces de lograr un ligero aumento de la natalidad a corto plazo, pero con malas perspectivas de futuro y elevados costes presentes en términos de igualdad de género y políticas migratorias, que contribuyen a un cierto aislamiento de Budapest en relación con sus propios socios europeos. Por no hablar de la creatividad casi vergonzante (dados también los pobres resultados) de ciertas medidas surcoreanas, como las citas a ciegas financiadas por los ayuntamientos, una especie de Tinder patrocinado por los alcaldes.
Una posible solución
Y el callejón sin salida de este dilema se estrecha aún más cuando ni siquiera las estrategias públicas consideradas más progresistas, las de financiar los nacimientos en forma de subsidios familiares (el famoso “cash for kids”, en concreto) y otros incentivos colaterales ( permisos de trabajo, guarderías eficaces, etc.) parecen funcionar. Los países escandinavos, ejemplos clásicos de un Estado del bienestar inimitable, lo demostrarían: Suecia tiene una tasa de fecundidad que ya se sitúa en ese 1,7% que podría afectar a toda la humanidad en 2100 y hacer que todo el mundo tenga un poco de miedo; mientras que la de Noruega es incluso ligeramente inferior (1,5%).
En este punto, The Economist nos recuerda que la inmigración cualificada resolverá sin duda el problema a medio plazo, lo que parece confirmar la cifra portuguesa. A largo plazo, sin embargo, decía en broma John Maynard Keynes, uno de los economistas más influyentes del siglo XX, estaremos todos muertos. Y como el objetivo sería precisamente evitar este desagradable final de la raza humana, los economistas de The Economist confían en el tipo de futuro que ya está algo presente entre nosotros aquí: las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial podrían desempeñar en un hipotético baby boom en un futuro próximo el papel que los electrodomésticos desempeñaron en el baby boom de la posguerra. Otro famoso filósofo del siglo XX, Martin Heidegger, dijo un día: «Sólo un Dios puede salvarnos ahora», así al menos tituló esa conversación el periódico que le entrevistó, Der Spiegel. Hoy sospechamos, con una mezcla de esperanza y temor, que tal vez ese Dios sea un algoritmo.