El glamour farmacológico ha encontrado la sustancia milagro que arrasa en ventas por su uso no clínico. En un sistema donde la delgadez es poder, cada pinchazo afianza la obediencia estética.
¿Qué pasaría si existiera una sustancia que promete tu mejor versión? Quizás que la empresa comercializadora cerrara el ejercicio del 2024 con un beneficio neto de 13.535 millones de euros, un 21% más que el año anterior. Que sus ventas crecieran un 26% y que convirtieran la promesa de transformación corporal en uno de los negocios más lucrativos del momento.
La farmacéutica danesa Novo Nordisk ha hecho pública su contabilidad anual con dos datos clave: la venta de su emblemático Ozempic supuso ingresos de más de 16.000 millones de euros (un 26% más que en 2023), mientras que Wegovy —con el mismo principio activo— incrementó su venta un 86%, alcanzando los 7.800 millones. La fórmula común a ambos medicamentos es la semaglutida, originalmente concebida para controlar la glucosa en personas con diabetes tipo 2. Sin embargo, su desvío masivo al mercado de la delgadez exprés ha revelado su verdadero poder comercial: la capacidad de apagar el apetito, de hacerle creer al cuerpo que ya no necesita nada.
Ozempic fue aprobado en Estados Unidos en 2017 y en Europa en 2018, aunque no llegó a España hasta 2019. Su salto a la fama internacional no lo propició un ensayo clínico, sino una alfombra roja: la MET Gala de 2022, cuando Kim Kardashian reveló haber perdido siete kilos en tres semanas para enfundarse el vestido original con el que Marilyn Monroe le cantó el “Happy Birthday” a JFK.
El efecto dominó sobre el paseo de la fama llevó a la sustancia a convertirse en la más codiciada, solo al alcance de esa élite que defenestró el eslogan vacío del body positive al encontrar la pócima mágica: ¿quién necesita ya quererse a sí misma tal como es? El juguete roto de la autoaceptación, con las dietas milagro y las operaciones bikini como titiriteros vuelve a dónde siempre perteneció, a la plebe. “Bienvenidos a la gran noche de Ozempic”, ironizaba la humorista Nikki Glaser en la apertura de los últimos Globos de Oro. Unos precios desorbitados —especialmente en Estados Unidos— y un difícil acceso al fármaco han dado al producto ese toque de exclusividad que necesitan las altas esferas del star system para autoperpetuar su estirpe.
Gordo rico, gordo pobre
El linaje aristocrático cambia de forma y contenido, pero su mecanismo de construcción sigue intacto. Por allá al 1300, Europa entra en la Baja Edad Media, un periodo marcado por hambrunas, escasez crónica de alimentos y crisis como la peste negra. En ese contexto de supervivencia, la gordura era símbolo de estatus, salud y abundancia. Era la prueba de ser diferente, de estar a salvo de la miseria.
George Vigarello, en Las metamorfosis de la grasa, explica cómo con el desarrollo de las sociedades occidentales llegó un cambio de paradigma: “el incremento de los refinamientos corporales, un mayor rigor con las curvas, un mayor rechazo y recelo respecto a la torpeza”. Contextualizando como la modernidad europea empezó a denigrar a los gordos, asociándoles una connotación burlesca, patosa, Vigarello apunta que “el gran volumen estaba cada vez más lejos del refinamiento, mientras que la belleza se identificaba cada vez más con la delgadez, la esbeltez”.
En el Occidente del siglo XXI, las cajas de cuatro donuts cuestan 2,80 €. La abundancia ya no distingue, sino que uniformiza. El nuevo privilegio es tener tiempo para diseñar menús, dinero para llenar el carro de kale y salmón salvaje y poder ir a crossfit. La delgadez —erróneamente asumida como sinónimo de salud— es una cuestión de clase: requiere recursos, planificación, autocontrol. Como demostró el heroin chic de los 90 y la proliferación de los trastornos de la conducta alimentaria, la élite ya no reafirma su poder llenando la mesa, sino vaciando el plato. En este sistema, Ozempic es clave: hackea la ecuación esfuerzo–mérito–sacrificio a través de un pinchazo semanal.
Monstro Elisasue
Náuseas, vómitos, diarrea, dolor abdominal, estreñimiento. Son algunos de los efectos secundarios del Ozempic. Pero hay otro efecto, más profundo: el cuerpo empieza a desaparecer. No solo por pérdida de peso, sino por pérdida de identidad. Como teoriza la socióloga Esther Pineda en Bellas para morir: estereotipos de género y violencia estética contra la mujer, “los cánones de belleza que han sido creados por los hombres y exigidos a las mujeres en el contexto de una sociedad patriarcal no son inofensivos, por el contrario, son letales, ya que llevan a las mujeres al complejo, al miedo, al pánico, a la ansiedad y a la depresión por su aspecto físico; es decir, las aniquilan simbólica y físicamente”.
Kim Kardashian dixit: “Comería caca si eso me mantuviera joven”. Una debe estar dispuesta a todo en un mundo dónde el cuerpo femenino ha sido históricamente tratado como problema a resolver, superficie a corregir, símbolo a disciplinar. Lo personal se convierte en quirúrgico, lo íntimo en farmacológico. En este contexto, el body horror ha emergido durante la última década como una de las formas más lúcidas para las mujeres cineastas de narrar el espanto atravesado en la piel.
La directora Coralie Fargeat lo convierte en carne en La Sustancia, una distopía donde el cuerpo femenino es víctima y producto a la vez. Elisabeth Sparkle (Demi Moore), estrella televisiva de aeróbic, es despedida el día que cumple 50 años. Se inyecta un líquido experimental que la transforma en Sue (Margaret Qualley), su versión rejuvenecida, esbelta, deseable. Alterna entre ambas identidades, pero cada cambio de cuerpo va deteriorando a su yo original, cada vez más decadente, más ignorado, más maltratado, más deshumanizado, relegado a ser un contenedor, una suerte de espejo de Dorian Gray. El horror no está en el experimento, sino en su lógica. El body horror ya no es un subgénero, es el sistema operativo, una estructura que cimienta las naciones bajo el mismo lema fundacional: no es país para gordas.
Ozempic es instrumentalizado, convertido en un dispositivo más del régimen biopolítico machista cimentado en el mandato de la belleza, que para Pineda es “construido e impuesto con fines políticos, económicos, sociales y comerciales, en el contexto de una sociedad patriarcal que considera a la mujer un objeto y un sistema capitalista que la considera un negocio; que exige y promueve en las mujeres la modificación estética y corporal, y que las induce a estar bellas para morir”.
“Como en el circo del régimen binario heteropatriarcal a las mujeres les corresponde el papel de la bella y de la víctima y yo no era ni me sentía capaz de ser ninguna de las dos cosas, dejé de ser una mujer”, escribe Paul B. Preciado en Yo soy el monstruo que os habla. En ese mismo circo, Ozempic no es solo un fármaco, es un guion. Uno que castiga la presencia, glorifica la obediencia y ofrece un lugar solo a quien se borra sin dejar cicatriz. El autoodio no es un efecto secundario, es el principio activo. Elisabeth y Sue son las mismas violencias, la eterna promesa de tu mejor versión, del cuerpo perfecto y la hostilidad que lo sostiene. El cuerpo que emerge de esa alquimia —perfecto, esbelto, obediente— no es una versión mejor: es un Frankenstein con baby face surgery.