Antes de la invasión rusa se consideraba que Ucrania estaba en los límites de Europa, en la frontera. Por historia y en buena medida por cultura pertenecía a lo que en Moscú llaman el “mundo ruso”. Ahora esta visión está cambiando, los europeos descubren un país que está más cerca de lo que pensaban. Para los ucranianos, sin embargo, ha sido diferente. Desde su independencia, en 1991, con el desmoronamiento de la Unión Soviética, veían cada vez más Europa como destino -y no solo para emigrar-, una tendencia que ha ido creciendo en los últimos años.
Para aquellos ucranianos que aún sentían apego -al menos por raíces familiares- hacia Rusia, la invasión y los bombardeos han traído consigo un giro dramático. La agresión de Vladímir Putin significa una ruptura, y si el presidente ruso quería conservar Ucrania dentro del área de influencia política y económica de Moscú, ahora solo podría conseguirlo por la fuerza.
Una guerra es la consecuencia de un fracaso, o una serie de fracasos. Y esta guerra no es una excepción.
Ucrania ha sido el ejemplo extremo de cómo Putin no ha sido capaz de hacer atractiva la permanencia de las antiguas repúblicas soviéticas a su lado, ofreciéndoles una asociación provechosa. En este fracaso, Ucrania representa para Moscú la mayor de las pérdidas, con su enorme riqueza agrícola, su potencial económico, su acceso privilegiado al mar Negro y su pertenencia al mundo eslavo, del cual Rusia se considera la cabeza.
En realidad, la UE no ha tenido nunca prisa en acoger a Ucrania. Ya antes de la guerra era un país con grandes problemas, el mayor de todos, la corrupción, y durante años las instituciones europeas han intentado ayudar a aplicar reformas políticas y administrativas en una larguísima y complicada transición hacia la democracia.
Cuando Bruselas y Washington dieron un apoyo decisivo en 2014 a una revuelta popular pro occidental -la llamada Maidán-, la reacción de Rusia fue tratar de frenarla, anexionándose la península de Crimea y fomentando la separación de los territorios de tradición rusa de la región del Donbás, en el este del país.
Ni el ejército ucraniano fue capaz de revertir la situación, ni la diplomacia occidental supo gestionar con Rusia una solución aceptable para Ucrania. La victoria del presidente Putin consistió en dejar el país parcialmente bajo ocupación militar, atado de pies y manos. Aquel fue el gran fracaso de Occidente.
El gran temor de Rusia no era que Ucrania ingresara un día en la UE, sino que entrara en la OTAN. Prácticamente, todos los países europeos en sus fronteras pertenecen a la organización militar occidental, lo que para Moscú es una amenaza. En los meses anteriores a la invasión, y mientras concentraba tropas, Putin exigió dos cosas: dar marcha atrás a las sucesivas ampliaciones que ha tenido la Alianza Atlántica desde 1997 y garantías de que ni Ucrania ni ningún otro país más ingresaría. Pero no hubo negociación. Se empezó a hablar de guerra. Y cuando se habla de guerra, lo más probable es que estalle.
En julio se cumplirán 500 días desde aquel 24 de febrero de 2022 en que las sirenas de alarma antiaérea empezaron a sonar en Kyiv, entre explosiones de misiles y bombas en instalaciones militares de los alrededores de la capital. Todavía es pronto para aclarar si los esfuerzos para evitar la guerra, por parte de la presidencia de turno de la UE, que correspondía a Francia, fueron los correctos o fueron suficientes, y si se hubieran podido detener las armas un mes más tarde en conversaciones de paz.
Eran poquísimos entonces los expertos que creían de verdad que Rusia invadiría Ucrania porque los efectos iban a ser gigantescos: un colapso en el suministro mundial de alimentos -al ser Ucrania y Rusia los grandes proveedores de cereales y fertilizantes- y un retorno, de un día para el otro, al peligro de una confrontación nuclear.
Finalmente, parece obvio que nadie quiere ni más bombas atómicas ni el azote del hambre, y el impacto no ha sido tan grande como se temía. Pero la contrapartida también se puede leer en términos de fracaso. Para los europeos, un aumento en gasto militar; para Putin, justo algo que no deseaba: dos países europeos que hasta ahora eran neutrales, Suecia y Finlandia, se sumarán próximamente a la OTAN.
Estados Unidos es el país que más contribuye en ayuda financiera y militar a Ucrania, seguido de las instituciones europeas. Pero hay diferencias: la ayuda militar de Washington es mayor que la financiera y en el caso de Bruselas es justo a la inversa, la ayuda financiera es mayor. En términos per cápita -en relación con el número de habitantes- Estados Unidos es en realidad el décimo país, después de las tres repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania), Polonia, República Checa, Bulgaria, Países Bajos, Noruega y Reino Unido.
Siempre se critica a la Europa de los Veintisiete por ser un organismo lento. Las sanciones económicas que impone a Rusia para entorpecer su maquinaria bélica tardan mucho tiempo en aplicarse, y quizás se perdieron meses preciosos al comienzo de la invasión. Sin embargo, ahora son los países europeos los que toman la iniciativa para proveer de armas a Ucrania. La llamada “coalición de los tanques” partió de Alemania y Francia (aparte de Reino Unido y Estados Unidos), y algo parecido está ocurriendo con una nueva “coalición de los aviones”.
La prudencia de Washington, que no quiere que los rusos vean esta guerra como una confrontación directa con Estados Unidos, y la unidad que están demostrando los socios europeos -con la única excepción de Hungría- está poniendo a la UE al frente. Ya no es la misma Europa de los años noventa del siglo pasado, que no afrontó unida las guerras de la antigua Yugoslavia.
De otro lado, la respuesta humanitaria, el capítulo más importante en la ayuda a Ucrania, ha sido una historia de éxito: ocho millones de personas se han refugiado en Europa con garantías, de ellos dos millones y medio en Alemania y Polonia. No se actuó igual con los refugiados de la guerra de Siria -salvo Alemania, que acogió un millón- o de Afganistán, pero el paso que se ha dado esta vez tendrá que servir de ejemplo para el futuro.
Lo siguiente, el día que callen las armas, será no solo seguir ayudando a los ucranianos, sino ayudar a los rusos a afrontar la nueva realidad en que se encontrarán. Solo los europeos podemos hacerlo.