No importa a qué país del mundo se viaje, siempre habrá niños en las calles con camisetas de los equipos más famosos del planeta. Las equipaciones deportivas de Barça, Manchester United, Milan, Bayern de Munich o Real Madrid, sean oficiales o falsificaciones, estén en buen estado o agujereadas, son fácilmente reconocibles en las calles de Lima, Calcuta, Dakar o Yakarta. Y no solo niños y niñas, también adolescentes y adultos las llevan. En el mundo actual cada aficionado presume de su fília futbolística.
El fútbol es tal vez el fenómeno cultural más universal. ¿Por qué? Por muchos factores. Pero sobre todo porque es un deporte en el que el mejor, el favorito, nunca tiene la certeza de que va a ganar. Y porque, como han demostrado estudios como el de la Universidad de Coimbra (Portugal), se trata de un deporte que genera sensaciones parecidas a las de un enamoramiento.
El fútbol es uno de los elementos más visibles de la globalización que se consolidó con el nuevo milenio. Gracias a los medios de comunicación como la televisión y las plataformas digitales, el fútbol es un espectáculo de consumo masivo que no tiene fronteras. Por eso los niños de Nairobi, Ho Chi Minh, Caracas o Vanuatu recitan con la misma facilidad que uno de Turín o París las alineaciones titulares de los mejores equipos del mundo.
En todos los continentes
Pero la pasión por el fútbol se forjó mucho antes de la globalización. El reportero Ryszard Kapucinski explicó con profusión de detalles cómo el fútbol desencadenó una guerra entre dos países, El Salvador y Honduras, que disputaban la fase de clasificación para el Mundial de 1970, que debía jugarse en México. Los ejemplos de la trascendencia del fútbol son numerosos. En Europa, miles de ciudadanos ya salían a recibir a los campeones cuando regresaban a su casa en tren antes de la segunda guerra mundial. Lo realmente novedoso es que ahora los aficionados están por todas partes, en todos los continentes.
El escritor Eduardo Galeano decía que el fútbol es la única religión que no tiene ateos. Galeano, como buen uruguayo, confesaba que no podía resistirse al encanto del balompié, que era algo que llevaba en los genes. Uruguay, un país de solo tres millones de habitantes, ha sido dos veces campeón del mundo de fútbol. Una de ellas ganando en la final a Brasil, un vecino suyo que es un gigante geográfico, demográfico y futbolístico en la final de 1950 que acabó conociéndose como el Maracanazo. Esa alegoría del David venciendo a Goliat que tan bien resume Uruguay es lo que da esa fuerza irresistible al fútbol.
Derrotas impensables
El fútbol ha permitido derrotas impensables en el contexto internacional de naciones. La Alemania comunista fue capaz de vencer a la Alemania capitalista, la RFA, en el Mundial de 1974, casi veinte años antes de que implosionara y acabara desapareciendo, incapaz de ser alternativa al nivel de vida occidental. Más recientemente, Estados Unidos, la gran potencia mundial, perdió con Irán, siempre un enemigo geopolítico incómodo para Washington. Ya en los años 60 Corea del Norte era un régimen hermético y aislado y, sin embargo, fue capaz de eliminar a la entonces bicampeona Italia. Y así sucesivamente, por hablar solamente del fútbol de selecciones.
A nivel de clubes, el fútbol también ha cumplido con su leyenda de dar siempre esperanza al más débil. Equipos de ciudades pequeñas como Nottingham han llegado a tener campeones de Europa y capitales de poca raigambre en la jerarquía futbolística como Quito, en Ecuador, han llegado a ser los mejores de Sudamérica. Da igual el potencial humano y económico de un país, siempre habrá una oportunidad de luchar con los más grandes del fútbol si sabe organizarse y entender un deporte de gran complejidad táctica y de desarrollo.
Un reflejo de la vida
Dicen que los mejores jugadores, además de talento, tienen inteligencia y saben leer los partidos. El fútbol es complejo, poco previsible y nada matemático. Solo los equipos bien organizados están capacitados para triunfar, pero con eso no basta. Sin capacidad de improvisación, sin desbordes de creatividad o capacidad de reacción se pierden los torneos. Existe toda una comparativa respecto al fútbol y la vida. Prácticamente todas las situaciones se pueden traspolar al fútbol. La tenacidad, el empeño, la resistencia, la humildad. Todo sirve en la vida como en el fútbol. Lo cierto es que los noventa minutos de un partido siempre dan espacio para alternativas, giros inesperados y sorpresas. Un minuto en fútbol cambia el destino de todo un año de trabajo. El factor esperanza se va alimentando año a año.
Muchas frases han sido acuñadas para definir la importancia del fútbol. Que si era el opio del pueblo, parafraseando a Marx, o que es la forma de hacer la guerra por otros medios no violentos. Sea como sea, el fútbol se ha convertido en una especie de desaguadero de la diplomacia, allá donde los países dirimen sus disputas al margen de su poderío económico o militar. Y eso explica su atracción. Siempre hay la posibilidad de derrotar al poderoso.
La forja de identidades
El fútbol remueve las identidades. A diferentes niveles. Local, regional o nacional. También, a veces, una identidad internacional o continental. Da un sentido de pertenencia. Es un factor integrador. Los emigrantes, a veces, han acabado integrándose en sus sociedades de destino tras aficionarse al fútbol.
Existen también otros factores menos empíricos que afianzan el gancho del fútbol como lenguaje universal. Es un producto que se adapta perfectamente a las exigencias de la televisión. Desde el césped verde que da intensidad cromática al escenario, a la coreografía de los equipos y a la fiesta en las gradas. Pocos acontecimientos pueden reunir 50.000 o 100.000 personas en un lugar. Y menos de manera regular y constante. Hay también factores psicológicos. La imprevisibilidad de un gol, los comportamientos amparados en la masa, la catarsis de gritar al rival…
Pan y circo
El fútbol es el mejor heredero de los espectáculos del Coliseo romano. Y pese a lesiones en el campo y, a veces, la violencia en las gradas, lo es sin sacrificios humanos ni sangre ni rituales crueles. Los gobernantes de todo el mundo ya hace un siglo que descubrieron que el fútbol era la versión del panes et circenses romano. Pan y circo para distraer al ciudadano. Los dirigentes deportivos hace cincuenta años que vislumbraron que era un negocio de grandes dimensiones. Y hace unos treinta años que la televisión entendió que el fútbol era la mejor inversión. Por eso cada vez hay más aficionados y más pasión. Y cada cuatro años se celebra el Mundial, la gran fiesta del deporte más universal. Donde el mejor no siempre gana y donde el ganador no siempre es el país más potente.
Brasil lo representa mejor que nadie. Despierta simpatías en medio mundo. Muchos aficionados le dan su apoyo en cuanto eliminan a su país. Es el débil del escenario mundial capaz de plantar cara, en el fútbol, a las potencias nucleares del planeta. Es la fantasía que se contrapone a la fortaleza. Aunque mejor que no entremos en el debate de si el fútbol brasileño conserva algo de la fantasía que universalizó Pelé. Daría para una larga tertulia. Como medio mundo, no importa dónde, que se entrega a las discusiones futbolísticas –y a las apuestas- con la misma pasión que luego exige a sus ídolos en el estadio.